La mujer que desafía el paradigma de la gastronomía con una cocina sin desperdicio

Por Lorena Direnzo
«Una cocina sin desperdicio» es el lema de Laura Di Cola, una chef que puso el foco en la cocina circular. Este proceso, describe, nace en la naturaleza y vuelve a ella. Lo aplica tanto para las recetas como para los procedimientos, a través del tiempo y los ingredientes. Nada va a parar a la basura.
“No entiendo por qué se tira tanta comida en el hogar. Seguramente por falta de conocimiento. La gente piensa que si recalienta se va a enfermar”, resume esta mujer que nació en Río Cuarto, Córdoba, y creció viendo cocinar a sus abuelas. Una de ellas metía todos los restos en frascos. Entendía que las conservas eran la forma natural del mantener las cosas por más tiempo. Esa idea quedó dando vueltas en la cabeza de Laura que, años después, cobró forma.
Esta mujer se recibió como traductora de inglés, pero consiguió trabajo en un banco en Buenos Aires. No era lo suyo, le resultaba un suplicio, pero lo cierto es que cobraba bien. Por eso, buscó la forma de conectarse con lo que le gustaba. Los fines de semana se dedicaba a cocinar en el departamento donde vivía, que contaba apenas con dos hornallas. Era suficiente.
El objetivo es aprovechar todo
«Encontré mi cable a tierra. La cocina es el lugar donde se me pasan volando las horas, puedo estar sin dormir y no me siento cansada. Amo todo lo que puedo tirar adentro de la olla», resalta. No bien nació su hijo, renunció al banco y vendió unos anillos de oro con los que pagó tres meses de clases de cocina. «Son carísimas. Ya cuando te metés en la pastelería, es más fácil ganarte unos mangos. En mi caso, empecé a hacer eventos muy chicos y ya nunca más paré de cocinar», menciona.
Al recibirse de cocinera, Laura conectó aún más fuertemente con la tierra. Armó una huerta y asegura que han comido hojas verdes desde aquel entonces hasta ahora. «Mientras era estudiante veía que muchos compañeros, al termina el curso, partían a Europa a hacer pasantías. Me pregunté muchas veces cómo podía hacer para seguir ese tren, qué vuelta de tuerca le podía dar. Porque lo cierto es que mi realidad era otra: tenía dos hijos, ya tenía una familia. Vendía cosas para mantenerme, hacía mis propias conservas y hasta hice talleres de pan de masa madre», comenta.
Poco a poco, fue encontrando su camino. Y fue conectando con ciertas necesidades y con el hambre. «Mi abuela era una persona muy alegre y muy pobre. Tuvo que pelearla siempre. Conservaba todo en frascos. A la vez, vengo de familia italiana que tiene un gran respeto por el alimento», describe.
Laura brinda talleres y pronto abrirá un restaurante
Así, casi sin darse cuenta, se focalizó en el concepto de «la cocina sin desperdicio». Cocinar a partir de lo que se tiene. Esta mujer recurre constantemente a su huerta y rara vez compra algo. “Uso mucho las hierbas salvajes, las ortigas, todo lo que crece. Hago unos ñoquis de ortigas que son increíbles. En mi vida nada se desaprovecha. Trato de sacar la menor cantidad de basura posible”, admite. Generalmente, deshidrata aquello que le sobra, “lo hace polvo” para volcarlo a más comidas o simplemente lo regresa a la tierra como compost. Pero nunca nada se descarta.
“Se trata de conectar con el verdadero sabor de los alimentos -añade-. El alimento nos reúne, nos convoca, es algo generoso, nos nutre”.
De chiquita, le habían enseñado que las salsas se elaboran sin la piel del tomate por la acidez. Pero no le cabía en la cabeza la posibilidad de tirarla a la basura, más aún cuando tiene licopeno, un antioxidante. También se concentró en el cuidado de las semillas: “De pronto, vaciamos las calabazas, pero compramos semillas en las dietéticas y se me vuela la cabeza. Se hace un consumo inconsciente”.
Aprovechar los desperdicios mejora el sabor de la comida
Las semillas del melón, descubrió, son riquísimas para hacer leche vegetal y es “aún más sabrosa que la de almendra, la de soja y mucho más que la de vaca”. También aprovecha la cáscara de sandía: “Hice un pescado y me habían quedado unas papas que tenían gusto a tierra porque mi hijo las había lavado mal. Les saqué la piel, las corté muy finitas y arriba les tiré un polvo con sobras de un locro: la cáscara de cabutia, las pieles del ajo y la cebolla, las barbas del chocolo, las hojas del puerro y de la cebolla de verdeo las había deshidratado, molí todo eso y se lo tiré arriba de las papas y el pescado. Esas especias le dieron otro sabor; un sazonador distinto”.
Así como destaca los logros, reconoce haber preparado también “varios bodrios”. Laura tiene 57 años y cocina desde los 30. En estos 27 años, transitó un proceso lento, pero con un fuerte impacto. “No es de un día para el otro, pero vale encararlo. Embarcarse”, considera.
Hasta ahora el foco de la gastronomía estuvo centrado en su hogar, pero comenzó a dictar talleres, según las necesidades del público, y se prepara para abrir un restaurante basado en su premisa: el aprovechamiento de todo.
La propuesta de Laura es una barrera saludable ante tantos químicos en los alimentos
También fue convocada por la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) para dictar una Diplomatura en Innovación para Sistemas Alimentarios Sostenibles. “Esta destinada a gente que algo sepa de cocina. Los oficios se están perdiendo y lo cierto es que un cocinero tiene la tarea noble de cuidar los alimentos. En casa ya hice mucho. Me pregunté si servía contar mi experiencia para comer mejor y aprovechar los alimentos”, afirma.
La cocina sin desperdicio pisa fuerte en otros países, como México, o ciudades como Londres. En los próximos días, Laura planea visitar cuatro restaurantes en Sidney que “interpretan la gastronomía como un acto de compartir y como un derecho”. El recorrido está previsto como un intercambio entre los gastronómicos.
Su mayor logro, entiende esta chef, es cuando al terminar una preparación gastronómica, se percata que nada fue a parar a la basura. “Recuerdo que muchas veces, los chicos mojaban las galletitas en la leche. Siempre me preguntaba qué hacía con la leche sobrante en la taza con miguitas. Se guarda: las tortas y los budines necesitan leche así que lo volcaba ahí. El horno mata todo”, dice riéndose. Días atrás, recuerda, le sobró una salsa toffee. Entonces, le agregó unos huevos, un poco de leche y armó una especie de flan “algo denso”. “Todo puede terminar en algún lugar que no sea la basura”, concluye.
La creatividad es clave.
En este camino, sin dudas, la creatividad es la clave. Pero el conocimiento es otra llave. Laura lee constantemente libros acerca de sabores y aromas, investiga en sitios de medicina para hacer “una difusión responsable”, pero también se arriesga a la mezcla de sabores y experimenta todo el tiempo. De eso también se trata. “Mucha gente come sandía y tira la cáscara. Con ella se puede preparar como una especie de zapallo en almíbar y es incluso, más rico. Todo esto es un mundo maravilloso, inacabable”, insiste.
Pero también plantea que “lo industrializado pisa cada vez más fuerte, cada vez hay más químicos y por ende, más enfermedades. Hay que volver a lo natural: comer frutas, verduras, carnes. Como antes. Desperdiciando menos, el hambre se puede correr un poco. Tengo la esperanza de este cambio en gastronomía”.